domingo, 26 de abril de 2015

Souvenir

Título: Souvenir
Autora: Maya
Género: AU, Misterio
Ráting: +11
Personajes: Min Seok & Yixing
Notas: Escrito para la décima gala de 12eyes. Y atrasadísimo, mil disculpas, pero más vale tarde que nunca.



Souvenir


Se apeó del vagón antes de que el tren se detuviese del todo. Cayó sobre la plataforma de cemento del andén, con un golpe que no se oyó bajo el chirriar de las ruedas del tren, que avanzó unos metros más hasta frenar por completo.

No había nadie. A esas horas de la noche, se dijo, y con la nevada a punto de empezar, imposible. Sujetando con una mano ambos lados del cuello del abrigo de pana verde militar, y sosteniendo con la otra el maletín de cuero negro, empujó con el codo la pesada puerta de vidrio.

Se encontró dentro de la estación, débilmente alumbrada por una luz de techo sobre el mostrador, y tras el cual un hombre mayor y barbudo, de rostro bonachón, descansaba apaciblemente.

Min Seok suspiró.

— Disculpe.

El hombre no se inmutó. Pero al segundo llamado, precedido de un breve pero fuerte carraspeo, empezó a pestañear rápidamente.

— ¡Buenas noches, buenas noches!— dijo— Eh… ¿En qué puedo ayudarlo?
— Vengo a recoger un equipaje en consigna— contestó— Riley.

El hombre frunció el entrecejo, pensativo, pero Min Seok mantuvo la calma.

— Bien, bien… un momento— murmuró, al tiempo que desaparecía tras una puerta atrás del mostrador.

Min Seok se mantuvo quieto, sólo pestañeando para mantener los ojos húmedos. Sus dedos abrazaron una vez más el asa del maletín negro, paciente. Todo iba bien.

— Lo siento, señor— se disculpó el hombre, apareciendo de nuevo, y acomodando sobre su brillante cabeza calva una gorra de tela gruesa, continuó— No han dejado nada en consigna.
— Debe haber un error— repuso Min Seok, suave.
— No. Nadie ha dejado nada, ni a nombre de… Riley, o a ningún otro.

Min Seok expulsó todo el aire de sus pulmones, y se dispuso a pensar.

Se habían atrasado. Era eso, o lo habían abandonado. Pero no, debía ser un retraso. Había demasiado en juego como para echarse atrás en ese momento. Pero, ¿qué le aseguraba que no había sido así? Después de todo, decían, no existe el honor entre ladrones.




— Lo siento mucho, pero el hotel está cerrado.

El botones meneó la cabeza ante la pareja de edad que se hallaba frente a la entrada, y volvió a entrar por la puerta giratoria. Delante del mostrador, los oficiales de policía seguían conversando con el gerente. Llegó hasta ellos, y se dispuso en silencio a retomar el procedimiento.

— … y en tan mal momento. La temporada de nieve recién comienza, y la gente ya ha reservado desde hace tiempo. ¿Qué van a decir del hotel?— gimoteó el canoso gerente.
— Una molestia, en efecto— coincidió el inspector— Señor Milosevic, aparte del plano general que nos ha descrito, ¿ha notado algo inusual en el hotel?

El hombre cerró la boca unos segundos, y se rascó la nariz con la mano izquierda.

— Ahora que lo pienso— dijo— se me hizo raro lo de los asiáticos.
— ¿Raro cómo?
— Pues… Llegaron con un día de diferencia. El miércoles quince, y el otro el dieciséis. Y no se conocían, claro. Pero me pregunté qué rayos vendrían a hacer dos asiáticos a Kosovo cuando aún no es temporada de turismo. Es que normalmente recibimos gente de cerca, ¿sabe? De otras ciudades, pero no del otro lado del mundo. No somos esos hoteles caros en el centro.
— Ya veo— asintió en voz baja el inspector.
— Claro que tampoco es que pasemos desapercibidos, eh. Tenemos buena reputación en la zona, y no cobramos demasiado. Y nuestro desayuno americano…

El botones continuó en silencio, oyendo el parloteo del gerente. Sin embargo, con el reojo de la mirada, captó a un hombre de pie en la puerta. Disculpándose con un gesto, se retiró, disponiéndose a negarle la entrada al visitante, pero el rostro le resultó conocido.

— Buenas noches, señor.
— Buenas noches. Estuve hospedado aquí hasta la tarde, pero al llegar a la estación no encontré un estuche con un par de lentes. Me temo que debo haberlos dejado en mi habitación.

El botones recordó entonces al joven de ojos rasgados, el mismo que se había retirado en la tarde, una hora antes de que un huésped del tercer piso hubiese bajado las escaleras vociferando sobre un robo de documentos de estado.

— Claro— dijo, con una sonrisa— Pase, por favor.

El joven de ojos rasgados entró rápidamente, dirigiéndose al mostrador, y sorprendiéndose al encontrar a los oficiales de policía.

— Buenas noches. ¿Ha pasado algo?— inquirió.
— ¿Por qué lo ha dejado entrar?— el sargento ignoró al joven, hablándole exclusivamente al botones.

Éste carraspeó.

— Es el huésped del que le hablé, señor. El que se retiró en la tarde, señor.
— ¿Y por qué ha regresado?
— Me he dejado el estuche de lentes en la habitación— contestó, y mirando al gerente, añadió— ¿No han encontrado nada?
— Bueno, el recepcionista ha sufrido un… contratiempo— respondió el hombre— Pero creo que con todo el alboroto no se ha hecho ni la limpieza de las habitaciones, usted perdonará.
— ¿Pero qué alboroto?— preguntó el joven.
— Eh… Es algo delicado.

El inspector de policía se adelantó.

— Se ha cometido un robo, señor…
— Lee— se apresuró a contestar el joven.
— Señor Lee. Se ha producido un robo durante su estancia en el Demetria, e íbamos a tratar de ubicarlo cuanto antes. Usted es tan importante como el resto de testigos— concluyó, con una sonrisa el inspector.
— Ya veo. Pero… Tengo que volver a la estación, ¿sabe? Me he dejado el equipaje allá, y tengo que ir a Belgrado, tengo un par de asuntos.
— Me temo que sus asuntos tendrán que esperar— interrumpió el sargento— Esto es una investigación oficial, y deberá quedarse hasta que sea esclarecida por completo.

El joven suspiró.

— Supongo que puedo al menos ir a buscar mis lentes, ¿verdad?
— Mandaremos a alguien por ellos— contestó el inspector— Usted, mientras tanto, puede pasar al saloncito, con el resto de huéspedes.

El joven suspiró una vez más.



— ¿Su nombre completo?

El joven de ojos rasgados escudriñó con la mirada las paredes del despacho del gerente del hotel. El inspector creyó adivinar lo que estaría pensando. El empapelado era de mal gusto, y no combinaba con el amueblado. Prácticamente, un daño a la vista.

Le echó una ojeada rápida al joven. El traje no era a la medida, eso de seguro, pero era de buena calidad. La basta del pantalón todavía estaba húmeda.

— Misha Lee.
— ¿Nacionalidad?
— Ruso-coreana.
— Hmm…

El policía escribió en la pequeña libreta de bolsillo.

— ¿Pasaporte?

El joven introdujo la mano izquierda dentro del bolsillo interno del traje, pero no encontró lo que buscaba. Repitió la operación en el otro costado, y extrajo esta vez un cuadernillo color verde.
El inspector lo revisó. Estaba deteriorado, tal vez por el constante abrir y cerrar, lo cual delataba su frecuente uso, pero, aún tras el gastado escudo de la Unión Europea, brillaba el sello tornasolado.

— ¿Viaja mucho a América?— aventuró.
— No— contestó extrañado el joven— ¿Por qué lo pregunta?
— No, no, simple curiosidad. Usted viaja mucho, ¿verdad?
— Sí, suelo trabajar fuera— asintió el joven— Trabajo en bancos, ¿sabe? No suelo quedarme mucho tiempo en ningún lugar. Por eso debo llegar a Belgrado cuanto antes, para cerrar un par de asuntos.
— Sí, sí, entiendo— replicó el inspector, juntando las yemas de los dedos sobre la mesa— Le aseguro, señor… Lee, que estamos actuando con la mayor rapidez posible. Si pudiésemos terminar con las preguntas…
— Claro.
— Bien— el inspector carraspeó— ¿Qué vino usted a hacer a Sofia?
— Ya se lo dije— respondió el joven, sonriendo pícaro— Asuntos del banco.
— ¿Le importaría decirme, señor Lee, para qué banco trabaja?

El joven rió.

— No, no. Eso averígüelo usted— dijo, e hizo ademán de levantarse— ¿Algo más?
— Bastante, quédese sentado— el inspector mostró una sonrisa de suficiencia— ¿En qué habitación se quedó?
— Número 802. Y llegué el miércoles quince de noviembre, por si le interesa.

El inspector hizo una mueca de disgusto, mientras apuntaba lo último.

— Eso es todo— refunfuñó— Vuélvase con los demás.

El joven se puso de pie, y, saludando, se dispuso a salir.

— Eh, espere— alzó la voz el policía— Su estuche de lentes, ¿lo encontró?

El joven negó.

— Debo habérmelo dejado en otro lugar.

Y sonriendo, salió de la habitación.



Min Seok se dejó caer sobre una de las butacas delante de la chimenea. A un metro, una anciana tejía con paciencia.

No había recibido noticias. No pensaba recibirlas, tampoco. A esas alturas, era ya obvio que no se había tratado de un retraso. No habían dejado nada en consigna en Tolyan, y había terminado regresándose, antes de que la policía saliera a buscarlo. Así se ganaba algo de tiempo, aún a costa de seguir bajo un nombre falso. De momento, no corría peligro. Los pasaportes estaban en el equipaje en Tolyan mismo, bajo el nombre de Riley. Y en el maletín de mano sólo había cosas personales.

En ése momento, era más seguro quedarse en el hotel Demetria.

— Perdón, jovencito.

Min Seok salió de sus pensamientos, para agacharse y devolverle el ovillo de lana a la mujer sentada cerca, y al hacerlo, cayó de su bolsillo un anillo grande, que al caer al suelo alfombrado no produjo ruido alguno.

— Aquí tiene.

Guardó rápidamente el anillo de vuelta, chequeando si había sido visto, pero no, la mayoría se mantenía en silencio, absorto en sus asuntos, a excepción de una pareja joven que conversaba en voz baja en una esquina.

No, nadie lo había visto.

¿Cómo había llegado el anillo a su bolsillo? No podía recordarlo bien. Había sucedido demasiado rápido, y algo había fallado en los cálculos, aunque había terminado el primer asunto casi sin ningún incidente.

Pero el anillo no debía estar ahí. Debía desaparecer.




El inspector expulsó el humo por la nariz, y tosió una vez. El sargento, a su lado, meneó la cabeza.

— Nadie ha visto nada, nadie recuerda nada, nadie nada de nada.
— Paciencia, Milo— repuso el inspector— ¿Quién sigue?
— El del…— revisó su libreta— El del 702. El otro chino.
— El único chino, Milo. El otro es coreano.
— ¿No son iguales? Además, aquí hay gato encerrado. Dos chinos no vienen a Bulgaria, al mismo hotel, la misma fecha, así por así.
— Coreano, Milo— suspiró el inspector— Y hazlo pasar ya, quiero acabar con estas formalidades rápido.
— Ése quiere irse, ¿no?— murmuró el sargento— Está apurado ese chino. Me da mala espina.

El inspector se rehusó a corregir una vez más al otro.

— A ti te da mala espina hasta la mujer que vende periódicos, Milo. Déjate de cosas y hazlo pasar ya, haz el favor.

El sargento regresó al cabo de un minuto, trayendo detrás de sí a un joven de rostro alargado. Tenía la mirada cansada, y el andar era paciente, pero tolerable, como tomándose su tiempo sin llegar a tomárselo por completo.

— Señor…
— Zhang.

El tono era bajo, con un tinte de inseguridad en la voz. Esquivó la mirada en cuento la del inspector buscó la suya, y apretó los labios en una fina línea recta, El policía esperó a que el otro se sentara,

— ¿Qué hace acá en Bulgaria, señor Zhang? Usted es chino, ¿no?

El joven revolvió los pies, y musitó,

— Me dio ganas de venir.

El sargento, detrás del interrogado, y apoyado en la pared, rechistó, ganándose una mirada reprobatoria de su superior.

— ¿Ocio, a eso se refiere?

El joven asintió, pero dudando de sí mismo.

— Señor Zhang, ¿conoce usted al señor Lee?

El joven levantó la cabeza, por primera vez, mas negó con la cabeza.

Pero algo había cambiado en su mirada.

— ¿Algo más?— inquirió.
— Eh...— al inspector lo tomó por sorpresa la pregunta. Buscó los ojos del sargento, pero éstos yacían fijos en el joven— No. ¡No, sí! Usted llegó el quince, ¿no?
— El quince— repitió— ¿Ahora sí?
— ¿Vio usted algo raro hoy en la tarde?
— Vi algo raro el día antes de ayer— comentó, y se quedó entonces callado.

El inspector carraspeó, pero el joven parecía absorto en la superficie de la mesa de caoba.

— ¿Me lo a decir?
— ¿Quiere que lo haga?

Una sonrisa burlona se instaló en los labios del joven.

— Se lo agradecería bastante— replicó fríamente el inspector.
— Había un chico. Aunque podría haber sido un hombre adulto, no le vi la cara. En el tercer piso. Salí de mi habitación en la noche, y lo vi, de pie en el pasillo, mirando hacia el cuarto del hombre ése de los documentos.
— ¿Puede describirlo?— el hombre se acomodó sobre su asiento, interesado.
— Sólo sé que era más bajo que yo. Y tenía puesto un saco largo verde... verde militar— miró divertido al policía, que escribía apurado— Puedo irme, ¿verdad?
—  Sí, sí. Si lo necesito me comunicaré más tarde.

El joven inclinó la cabeza de lado, en lo que podía tomarse como un saludo desinteresado, y salió del despacho sin hacer ruido al cerrar la puerta.

— Me da...
— Mala espina, lo sé— el inspector rodó los ojos— Pero nos ha dado una pista. Me atrevería a decir que el chico del que ha hablado es el coreano con el que hablamos hace un rato.
— Yo digo que se conocen— afirmó el sargento— Y nos está despistando, o está delatando a su compañero para quedar solo.
— Y yo digo que lees muchas novelas, Milo. Si se conocen o no, ya lo veremos.

El sargento se sentó, cansado.

— ¿Cuándo dijo que vio al chico?
— Antes de ayer, noche— contestó el inspector— Vámonos ya. ¿Qué hora es?— miró su reloj de pulsera— Ya más de las doce.

Se levantó, empezando a coger sus cosas en silencio. Estaba ya alcanzando la puerta, cuando se detuvo en seco.

— Son más de las doce— repitió.

El sargento lo miró con curiosidad.

— ¿Qué tiene?
— Hoy es tres. Antes de ayer sería primero de diciembre... ¿O quiso decir treinta de noviembre? Milo, ¿a qué hora estuvo aquí el señor Zhang?
— ¿El señor Zhang? Pues no lo sé. Eran casi las doce, creo.
— ¿Recuerdas si miró su reloj? No, ¿verdad? Quiso decir treinta de noviembre, entonces.
— ¿Seguro? Si desea lo busco y le pregunto.
— No, no, no es necesario. Ya mañana volvemos y hablamos con el señor Lee. El sargento abrió la puerta, esperó a que saliera el superior, y salió a su vez cerrando la puerta en silencio.



Min Seok salió del cuarto de baño de la habitación, la misma que en la que se había alojado antes de irse el día anterior en la tarde. Todo estaba tal como lo había dejado; a pesar del ofrecimiento del gerente de llamar al servicio, había insistido en que no era necesario. La cama sin hacer, las toallas hechas un ovillo sobre la cama, el jabón, que había resbalado al lavamanos...

Se echó sobre la cama, pensando en el siguiente movimiento. Si se iba sin dejar una dirección despertaría sospechas, y si la dirección era falsa y lo descubrían, igual terminarían buscándolo. Además, ¿a dónde ir? Tenía que estar el dieciocho, a más tardar, en Londres, y así como iban las cosas, no iba a llegar a tiempo.

El hotel era el lugar más a salvo por el momento, eso de seguro. Pero era una carrera contra el tiempo, antes de que alguien se diese cuenta.

Le dolía la cabeza. No había remedio, pues se había dejado las medicinas en el equipaje. Miró la hora. La una y cuarto. Le daba pereza presionar el timbre de servicio a la habitación, así que decidió descansar, a esperar que el la molestia pasara.

Diez minutos después, el constante martilleo interno no había cesado en lo más mínimo, pero se le había ocurrido una idea. Se levantó de la cama y se sentó frente al escritorio, con vista a una pequeña plaza, iluminada por los postes de luz. No había nadie ya.

Del primero de los tres cajoncitos sacó una hoja de papel, con el nombre del hotel impreso en la parte superior. Escribió un poco, y tomando un sobre también del cajón, guardó la hoja, escribió la dirección, y salió al pasillo.



Zhang Yixing dejó el atizador a un lado, luego de mover un poco los leños de la chimenea, y se sentó en el sillón más cercano. El primer piso del hotel era frío, pero la manta de peluche que se había traído de la habitación y el cigarrillo entre sus labios calentaban lo suficiente. En voz baja, empezó a entonar una melodía suave, aunque nadie hubiese podido oírlo, el saloncito estaba desierto. Entre verso y verso, se permitía una calada ligera.

El fuego chisporroteó. Eran ya casi las dos. La policía ya se había ido, y el gerente se había retirado cuando el recepcionista del turno de noche se hubo instalado ya. Después de hacer un par de preguntas, se había enterado de que el del turno día había terminado con un episodio de pánico, luego de que Monsieur le Capitaine, como llamó el gerente al dueño de los documentos robados, lo hubiese acusado de ladrón en un ataque de ira.

Unos pasos suaves entrando al saloncito lo alertaron, y giró la cabeza hacia la puerta, encontrando bajo el dintel de ésta una silueta familiar.

— Buenas noches— saludó el recién llegado.

Zhang Yixing se permitió un segundo, para observar tranquilamente al señor Lee. Finalizando su rápida inspección, devolvió el saludo.

— Buenas noches.

El señor Lee, decidió, no tenía pinta de poder robar documentos de estado. Aunque tampoco tenía pinta de trabajar en un banco. Claro que podía estar equivocándose, no se podía saber con seguridad.

— ¿Sabe dónde puedo encontrar al gerente del hotel?— preguntó el señor Lee.

Una vez más, Zhang Yixing se tomó su tiempo antes de contestar. ¿Para qué querría el señor Lee ver al gerente?

El señor Lee no contaría con más de veintitrés años, a lo sumo. Eso, fijándose Zhang Yixing en las venas de las manos, y en la letra alrgada y firme en el sobre, que el señor Lee dejaba ver. ¿A propósito, quizás? Fuese cual fuese el propósito del señor Lee, Zhang Yixing iba intentar averiguar algo.

— En su habitación del segundo piso, quizás,  Se retiró hace unas horas, creo.
— Oh, ya veo.

El señor Lee asintió, e hizo una mueca, decepcionado.

— ¿Puedo ayudarlo en algo?
— Puede— contestó el señor Lee— Quisiera saber dónde puedo echar una carta al correo— añadió, mostrando el sobre.
— Hay un buzón cerca, en la esquina Norte de la plazuela. O— continuó— puede dejársela al recepcionista, las cartas se llevan directamente al correo a las ocho de la mañana.
— Ya veo...— repitió el señor Lee— Parece saber bastante bien cómo funciona éste hotel, ¿no cree?

Zhang Yixing dudó si responder o no. Si el señor Lee hubiese dicho una frase más, no sería tan notoria la evasión de su respuesta.

— Para nada— contestó, tranquilo— Pasa que llevo algún tiempo aquí.
— ¿Ah, sí?— preguntó el señor Lee— Y eso que, si no me equivoco, llegamos aquí casi al mismo tiempo.
— Uno un día después del otro— sonrió Zhang Yixing.

Aquello había sido suficiente. No le gustaba el otro. Y si él se había fijado en el señor Lee desde la primera vez que lo viera, tanto otro el señor Lee, que también se había fijado en él. No sería de extrañar, a primera vista, puesto la misma zona de procedencia del globo, pero, ¿qué hacía un asiático en un rincón perdido entre los Balcanes? Ésa era una buena pregunta.

En cuanto a él mismo, Zhang Yixing no tenía como deseo dejar de pasar desapercibido, o, en su defecto, todo lo desapercibido que se pudiese permitir.

Cambió de mano su cigarrillo, golpeando éste con un dedo, para dejar caer el restante del tabaco. El señor Lee, mientras tanto, tomó asiento despreocupadamente en el sillón más próximo al primero. Esto, es de suponer, no hizo menguar el interés de Zhang Yixing en el señor Lee.

Se preguntó si éste esperaría a que le invitara un cigarrillo. No, no lo haría. No valía la pena, ni siquiera aunque el señor Lee representase una amenaza a... ¿Una amenaza a qué? Los propósitos de Zhang Yixing distaban mucho de los que pudiese tener un representante de un banco, europeo o americano. Por ese lado, nada había que temer.

— ¿Y qué hace usted aquí en Sofia, si se me permite preguntar?

La voz, tan cercana, del señor Lee, sobresaltó a Zhang Yixing, que no dejó que ello se notase en sus facciones. Sin embargo, la pregunta en sí daba a entender bastante. Un americano hubiese empezado una conversación comentando sobre el frío; un europeo, sobre política, o quizás con una observación sobre la bolsa. Pero un asiático... Era interesante.

— Vacaciones— respondió Zhang Yixing— Un lugar tranquilo, para pasar una temporada tranquila.

El fuego chisporroteó. Se debatió un segundo, entre preguntar o no, pero se decidió al final por la segunda opción. Creía estar en lo correcto, y aún si no lo estaba, tendría tiempo para satisfacer su curiosidad. La noche era larga todavía, y con la.policía sobre ellos, irse no sería una opción libre de problemas. Estaba en ello, cuando el señor Lee volvió a abrir la boca. Bingo.

— Pues vaya tranquilo este lugar. Y los policías pueden irse al diablo, me voy mañana a como dé lugar.

Zhang Yizing rió en su interior.

— ¿Por qué la prisa?
— Trabajo— el señor Lee pareció contento de continuar la conversación— Se me precisa en Serbia cuanto antes, y ya llevo un día perdido.
— Hmm... Sí, el tiempo pasa rápido. ¿Viene usted de allí mismo?
— No, no, estuve en Inglaterra antes de venir, y allá volveré cuando termine mis asuntos. ¿Y usted?
— Vengo de China.

La verdad salió de los labios de Zhang Yixing tan fácilmente como si de sólo un pestañeo se hubiese tratado. Estaba claro que la fisonomía no era de mucha ayuda en el caso de querer ocultar su origen, pero soltar de buenas a primeras una de las pocas verdades que conservaba con él más por fuerza que por ganas no entraba en su carácter usual.

— Y usted es coreano— terminó Zhang Yixing— Sur, ¿verdad?

El señor Lee abrió los no tan rasgados ojos, sorprendido.

— ¿Es notorio?
— Para mí lo es.


Min Seok sonrió. Sin querer, le gustaba ese extraño. Daba una sensación de ser de esas personas a quienes las reglas interesan menos que una ramilla de paja en medio de un camino en el campo. No era la primera vez que adivinaban su origen, por más que no tendiese a desviarse en esa dirección en conversación con nadie, así que ello no lo sorprendía en lo absoluto. Le había sorprendido, eso sí, encontrarse a un chino en un lugar tan lejano. Y daba por sentado que eso de tener vacaciones en un lugar tranquilo era lo menos justificable por su interlocutor. Cualquiera con un deseo parecido habría encontrado en el campo un sitio menos intranquilo.

¿Qué venía a hacer un chino a Bélgica?

— No me ha dicho su nombre aún— indicó el otro.

Min Seok sonrió para sus adentros. Aún sin lo último, lo sabía, el otro estaba interesado en él. Y podía decir, tranquilamente que ese interés era común.

— Misha Lee. ¿Y usted?
— Zhang, Zhang Yixing. Con el apellido por delante, señor Lee.
— Entiendo. Dígame, señor Zhang, ¿por qué el hotel Demetria?

El aludido frunció el entrecejo, extrañado.

— ¿Y por qué no el hotel Demetria, señor Lee?

Min Seok se esperaba esa respuesta.

— Por ningún motivo en especial.
— Pues— carraspeó el otro— si tuviera que responderle, diría que me trajo aquí la casualidad.  Usted verá, estaba hospedado en otro lugar, y, por motivos personales, tuve que retirarme. Pero cuando hube partido, me enteré de que mi presencia ya no era necesaria allá a donde me dirigía, por lo que no vi motivos para privarme de regresar. Mi habitación en el hotel había sido dada ya a otro huésped, así que decidí que podía haber otro lugar igual de bueno por ahí. Vi en un periódico una noticia sobre una delegación francesa… O algo así, no entiendo bien el búlgaro. Y mencionaban esta calle— se encogió de hombros— Como usted ve, llegué aquí sin querer.

Min Seok asintió.

— Así parece— afirmó— Mi historia es más simple. El banco me hizo reservaciones en este hotel, para la primera semana. Si me he quedado de más, el banco tendrá que pagármelo luego.
— Ah, ¿trabaja en un banco? ¿En cuál?
— Debe haber oído de él— contestó Min Seok— Es inglés, el Barclays.
— ¿Y quién no ha oído hablar del Barclays?

Min Seok recordaba la noticia. Uno de los miembros de la delegación francesa en Bulgaria había golpeado a un periodista que se había acercado a su salida del aeropuerto. Había causado algo de revuelo, hasta que el periodista había salido a pedir disculpas públicamente, con el que el asunto quedó saneado.

— ¿Dónde trabaja usted?— preguntó Min Seok.
— No lo hago— respondió, sencillo, el señor Zhang.

Su rostro alargado se ensanchó casi imperceptiblemente tras dibujarse una sonrisa de suficiencia en sus labios, pese a que sus ojos se mantuvieron en el fuego de la chimenea.

Aquello descolocó un poco a Min Seok, que se quedó en silencio a pensar el próximo movimiento. Iba a ser necesario, porque, al parecer, el señor Zhang había cerrado la boca para no volver a abrirla.

Se mantuvieron un rato en silencio, con sólo el fuego oyéndose chisporrotear, y una que otra chispa, que saltaba, y moría antes de llegar al suelo alfombrado.

— Creo que me llevaré la carta— dijo, al fin, Min Seok— La echaré al correo por la mañana, y ya me iré a dormir.

El señor Zhang asintió.

— Le recomiendo subir con cuidado. Si han encerado las escaleras, como tocaba hoy, podría resbalarse.

Fue por un segundo, pero a Min Seok le pareció que el señor Zhang no tendría ningún reparo en "ayudarlo" a resbalar.

— Descuide, usaré el ascensor.
— Deja de funcionar a las dos de la madrugada.
— ¿Por qué?
— Precaución— se encogió de hombros el señor Zhang.
— Hmm. Buenas noches, entonces.
— Buenas noches, señor Lee.

Min Seok se levantó del sillón, exhalando un suspiro, y caminó fuera de la estancia.

El hall principal, como es denominado en algunos países de Europa, se encontraba completamente iluminado, pero desierto. El suelo de cerámico le devolvía a Min Seok un claro y nítido reflejo suyo, y el suelo no producía un solo ruido bajo sus zapatos. Caminando hacia el la Recepción, y viendo sólo la parte superior, inmóvil, de la cabeza del recepcionista turno noche, decidía que lo de la carta podía esperar, cuando se le ocurrió una mejor idea. Al ver al joven rubio levantar la cabeza, se percató de que éste podía serle bastante útil.

— Buenas noches— saludó el joven— ¿Puedo ayudarlo en algo?
— Quisiera dejar esta carta para ser enviada.
— Claro, permítame.

El joven recibió la carta, pero los ojos de Min Seok ya habían encontrado su objetivo.

— ¿"Lena Fedorova"?— leyó, escrito sobre el primer sobre en la bandeja al lado de la otra a la cual la mano del joven se dirigía aún— ¿Lena Fedorova está aquí?

El recepcionista de noche pareció más que complacido de hallar alguien que conociera el nombre de Lena Fedorova.

Esposa de un rico magnate desde hacía poco, la figura pública que era Lena Fedorova se hacía cada vez más conocida en la sociedad europea. Nacida en las provincias siberianas de Rusia, pero criada en Francia, se decía mucho sobre ella. Que pertenecía a una mafia traficante de piedras en bruto, que era una espía rusa en Francia, que era una espía francesa en Rusia... Pero Min Seok tenía la impresión de que el joven recepcionista conocía más a la señora Fedorova por su belleza que por todo lo mencionado antes.

— Ha venido justamente a hospedarse aquí— parloteaba el recepcionista— Ha venido por la temporada de nieve, y hace unos días partió a una cabaña en los Balcanes, pero ha dejado su habitación vacía reservada aún, hasta que vuelva.
— Hmm— asintió Min Seok— ¿Puede hacerse así, dejar la habitación en reserva sin dejar el equipaje dentro?
— Bueno, mientras se abone el mismo monto de una estadía normal, sí. Pero la señora Romanova no se ha llevado todo del todo, ha dejado algo de ropa, y la mucama la ha colocado toda en el armario, para que no se arrugue.
— Ya veo. Es interesante descubrir la presencia de alguien famoso cerca a uno, ¿verdad?
— Oh, sí, siempre. Y más si se trata de alguien como ella.

Agradeciendo por el gesto de la carta, Min Seok se abstuvo de mostrar más interés por la señora Romanova, y se dispuso a subir a su habitación.

Llegó al pasillo del octavo piso con las piernas ya empezando a entumecerse por el frío, y por su delgado pantalón de tela. Sacó la llave del bolsillo, y al abrir la puerta, una ráfaga de viento helado lo hizo soltar una interjección.

— ¡Mierda!

Se había dejado la ventana sin el pestillo de seguro, y la habitación parecía de hielo. Avanzando a zancadas para cerrar la ventana, notó el alféizar con diminutos puntos blancuzcos, y un ligero olor a flor de enebro.

Cerró la ventana, y volvió la vista hacia la cama. El viento había hecho caer una de las toallas sobre la cama, y el lapicero, del escritorio, estaba en el suelo. Su vista recorrió minuciosamente desde las paredes hasta las almohadas, desde los cajones del escritorio hasta su saco. Algo no estaba bien.
Instintivamente, caminó hacia el baño, cerrado. Todo estaba en orden, el jabón, tal como lo había dejado. Y suspiró.

Estaba empezando a nevar.



El inspector Gordeievic sorbió un poco de su taza de café Expreso, y volvió a morder del bagel de mermelada de fresa. A su lado, el sargento Sobodenko, terminando su café pasado, no le hizo ascos al segundo pastel de almendras que el maître, Henry, le ofreció en silencio. El desayuno, en el hotel Demetria, no podía ser más opulento para dos policías, acostumbrados al café de la estación.

— Hablaba el otro día, Milo, con un amigo, ya retirado. Estuvo, hará cosa de dos semanas, en Yugoslavia. Estaba almorzando en un restaurante, cerca de una plaza, cuando creyó reconocer a un sospechoso de un caso que nunca llegó a cerrar. ¡Imagínate! Se paró y salió detrás de él.
— ¿Y en qué terminó?— preguntó, interesado, el sargento Sobodenko.
— Pues que el tipo desapareció, así sin más. Y mi amigo no sabe si la mente le está jugando una mala pasada o de veras lo vio. Para mí que ya le falla la cabeza.
— ¿Una vez policía, siempre policía?
— Sí, sí, pero hay que saber cuándo retirarse. Como sea, está empeñado queriendo volver al caso.
— ¿Caso de qué fue?
— Un robo en una galería, en uno de esos eventos de gente con dinero.

El sargento Sobodenko sonrió, por educación, y dio un nuevo mordisco a su pastelillo. Un caso abierto no le hacía mucha gracia.

— ¿En qué habitación estaba el Capitán, Milo?

El sargento revisó sus notas.

— 704.
— Hmm, sí, nuestro amigo chino tenía razón.
— ¿Sobre sospechar del otro chino?

El inspector le dedicó una mirada dura.

— ¿Qué podría hacer alguien, fuera de su piso, en plena madrugada, observando una habitación que dos días después iba a ser robada?

En tanto, el maître había llegado silenciosamente hasta ellos.

— Perdón, señor inspector, tiene una llamada.

El sargento, al verse solo, no halló más solución que repasar las notas del inspector sobre el caso. Dio vuelta a la pequeña libreta de notas al otro lado de la mesa y empezó a leer.

Un minuto después, se dio cuenta de que algo no cuadraba.



El recepcionista del turno noche observó al cliente salir por la puerta principal. La policía había hecho apenas una llamada diciendo que, al parecer, los documentos franceses habían sido hallados en un tren a Bélgica, y poder dejar ir a los huéspedes, y éstos parecían querer huir ya. Meneó la cabeza, eso era mala publicidad para el hotel, y eso podía tener repercusiones en su sueldo.

Tomó aire profundamente, tratando de quitarse el sueño. Todavía tendría que estar ahí hasta el mediodía, y eso, si es que su reemplazante del turno día ya se encontraba estable. El mismo hombre que le había comunicado dejar ir a los huéspedes esperaba en el teléfono, para hablar con el inspector, que tomaba desayuno en el comedor con el sargento. A su parecer, no le iba a gustar mucho haber perdido a su pez.

Un carraspeo, delante suyo, le hizo enfocarse nuevamente.

— Disculpe. Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?

El cliente en frente de él era joven, veinticinco años, exagerando. Vestía un traje oscuro, y tenía la mirada seria.

— Buenos días. Busco al señor Lee.

El recepcionista formuló sus palabras, imaginando en su interlocutor el mismo desencanto que sentía él.

— Lo siento, señor. El señor Lee acaba de partir.


Supo que había tenido razón cuando vio al inspector colgar el teléfono con una mueca de fastidio. Lo vio dirigirse hacia el sargento, a unos metros, y volver ambos al comedor. No tuvo tiempo para distraerse, pues otro huésped más dejaba el hotel. Devolvió su llave, dio el nombre, y tomó el bolígrafo para firmar su salida, pero, al hacerlo, golpeó con el codo un estante pequeño sobre el mostrador, haciendo que los folletos en éste cayeran desparramados.

— ¡Oh, lo siento!
— No se preocupe, yo lo recojo.

El recepcionista se puso en pie, recogiendo rápidamente todos los folletos, limpiándolos, y devolviéndolos a su sitio. El cliente le agradeció más de una vez, justificando su torpeza con prisa, y, tomando su equipaje, salió por la puerta de vidrio.
Ojalá el hotel no perdiese esos clientes. ¿Debería decir algo al momento de despedirlos? Quizás un "Disculpe cualquier inconveniente, lo esperamos de regreso pronto" estaría bien.

Unos pasos rápidos, acercándose a la recepción, lo hicieron levantar la vista.

— Oiga, necesito que me haga un favor.

El inspector, llegando recién hasta el recepcionista, parecía intentar mantenerse sereno.

— Dígame— contestó con toda naturalidad.
— Lee, hay un tipo Lee en este hotel. El señor Lee, algún día, cualquier día, ¿pasó la noche fuera? Necesito que sea preciso.

El recepcionista retrocedió sus recuerdos. El señor Lee. Pasar la noche fuera. ¡Ah, claro!

— El miércoles de la semana pasada, y éste también, señor. Pero no pasó la noche fuera, sino que regresó un poco tarde. Pasadas las tres, creo. Lo recuerdo bien porque los miércoles a medianoche suelo ver...
— Nos mintió, Milo.

El inspector se volvió hacia el sargento, que parecía más preocupado por otra cosa.

— Eso no lo sabemos. El señor Zhang pudo haberse referido al jueves primero. Ahora— dijo, volteando hacia el recepcionista— ¿puedes decir, con absoluta seguridad, quién llegó primero: el señor Lee o el señor Zhang?
—En eso no puedo ayudarle, señor. Verá, cuando yo vine, ambos ya figuraban entre los huéspedes. Esa semana tuve un resfriado terrible, y no pude...
— Entiendo— gruñó el sargento.
— ¡Oh, pero pueden ver el libro de registro del hotel! Ahí— indicó, señalando el grueso libro sobre el mostrador.

El inspector y el sargento se acercaron, y se apresuraron a la última página.

— Oiga, ¿pero esto es un chiste?— reclamó el sargento— No está la última página.

El recepcionista se inclinó sobre el libro, y observó, diminuto, lo poco de papel que había dejado la página arrancada. En ese momento, supo que le iba a caer una grande.

— Quién, y concéntrese, ¡por favor!— pidió el inspector, cuyo rostro estaba empezando a enrojecer— ¿Quien fue la última persona que tocó este libro?

Última persona. ¡Ah, claro, el caballero que acababa de irse, el de los folletos! Contestó entonces, satisfecho.

— El señor Zhang.
— ¡Quiero hablar ahora mismo con él!

El recepcionista suspiró.

— Lo siento, señor. El señor Zhang acaba de partir.



Min Seok observó el compartimiento asignado, y se sentó sobre la cama a esperar. Faltaba menos de un minuto para que el tren saliera dd la estación, y se iba a sentir mucho mejor en cuanto dejara Bulgaria atrás. Todavía debía recoger el equipaje en consigna en Tolyan, y, de ahí, a Londres, por tren y por barco, y luego, podría enrumbar a donde le viniese la regalada gana.

Reguló su respiración, hasta calmarse, y se echó. Unos segundos después, el último silbido del tren fue seguido por la vibración del vagón al moverse. Min Seok empezó a relajarse. Tenía las manos húmedas por el sudor, al haberlas tenido juntas casi todo el tiempo, por lo que se puso de pie para ir al lavamanos. Echando una ojeada a su saco, colgado en el perchero, metió la mano en uno de los bolsillos laterales, y sacó el jabón en barra que se había traído del hotel.

Terminada su limpieza en el cuarto de baño, regresó a su compartimiento, con el jabón envuelto en papel sanitario. Lo devolvió al bolsillo, y procedió a echarse a descansar algo más.


Lo despertó la campana del almuerzo, a las dos, pero no tenía hambre. Aunque sería conveniente salir a ver cuántas estaciones faltaban para Tolyan. Había avisado al maître, en caso de no despertarse, pero ello había sido una precaución inútil, se hubiese levantado apenas su inconsciente hubiese oído el nombre de la estación.
Saliendo del compartimiento, caminó hacia los vagones delanteros, buscando algún pasajero, pero parecía que la mayoría se hallaba ya en el vagón-comedor.

Resignándose, pues, entró en éste, para ser recibido por la bulla de los comensales. Se acercó discretamente a un camarero, que le indicó que faltaba aún una hora para Tolyan. El tren de la mañana, explicó, tenía más paradas que el de la noche.
De regreso a su vagón, se topó, a la entrada del vagón-comedor, con el menú del día escrito sobre una hoja en la pared. Había filete de res con puré de papas, y guiso de cordero. Pensándolo bien, podía comer algo.

— Le recomiendo el filete.

Min Seok giró la cabeza.

— ¿Usted?

Frente a sus ojos, el señor Zhang sonreía de lado.

— Yo mismo. Le decía que le recomiendo el filete, aunque el puré está un poco seco para mi gusto.
— ¿Por qué está aquí?— preguntó, receloso.
— ¿Y por qué no, señor Lee?

Min Seok se rehusó a contestar. Se había ido del Hotel Demetria, sin decir nada a nadie, porque sabía que el lugar ya no era seguro. Había estado en guardia toda la noche, después de llegar a la conclusión de que alguien había entrado mientras él conversaba con el señor Zhang en el saloncito. Y había decidido irse apenas se pudiera. Había bajado a preguntar al recepcionista, y se había dado con la sorpresa, grata, de que hacía dos minutos que podía irse. No había necesitado más.

Pero, ¿qué hacía el señor Zhang ahí? Por lo que sabía, y por lo que no, podía fácilmente haber sido un cómplice del señor Zhang quien registrara su habitación. No lo había visto acercarse a nadie durante las dos semanas que llevaban ahí, pero eso no quería decir nada.

— Hoy no comeré— replicó— Permiso.
— Señor Lee, vamos. ¿Va a desperdiciar un buen filete?
— No tengo hambre.

El señor Zhang suspiró.

— Es una pena.

Min Seok salió del vagón, y se dirigió, sin más sobresaltos, a su propio compartimiento.


No salió el resto del día. Pagó a uno de los camareros para recoger el equipaje cuando llegasen a Tolyan, y revisó minuciosamente el maletín negro de cuero que el chico le trajo. Una vez tranquilo, se dispuso a descansar, y se dedicó a pensar en lo que haría una vez dejase Inglaterra.

Podría irse a los Estados Unidos. A nadie le llama la atención si un nombre nuevo aparece en el mapa. Lo tomarían por un extranjero más. O podría volverse a Rusia, donde todavía tenía algunos amigos. Podría incluso irse a Corea, y refundirse en plena ciudad. Pero no, eso no era lo suyo.

A eso de las nueve, el tren se detuvo. No necesitó más que ver hacia la ventana para descubrir la altísima nieve, y saber que debían estar limpiando las vías. Un par de horas después, se decidió a salir. La cena había terminado ya, y los pasajeros debían estar de vuelta en sus compartimientos. En efecto, cuando abrió la puerta, vio el pasillo desierto.

Dirigiéndose hacia la parte trasera del tren, pasó por los vagones de segunda y tercera clase. Se apretó ambos lados del saco verde, y tomó aire, antes de salir a la noche. El frío le dio en la cara, haciéndolo estremecerse, pero bajó del tren, pisando la nieve sobre los rieles, y avanzó hacia la estación a la cual el tren no había llegado a entrar por completo.

Se trataba de tan sólo cincuenta metros, pero se le antojó más frío que el invierno ruso mismo. Llegó apretando los músculos, subió al piso de cemento y entró por la puerta de vidrio. Dentro, dos personas conversaban, sentadas. Buscó dónde sentarse también, pero, no queriendo estar tan cerca a nadie, terminó de espaldas al andén, con el rostro hacia un gran ventanal, tras el cual se veía sólo cielo y nieve.

— Buenas noches, señor Lee.

Min Seok se giró, exasperado.

— ¿Me está siguiendo?
— No— respondió el señor Zhang— Estaba sencillamente en otra esquina, y usted no me ha notado cuando ha llegado.

Min Seok suspiró.

— Respondiendo a su pregunta de antes— prosiguió el señor Zhang— y si he de serle completamente sincero, no sé con exactitud qué hago aquí. Me da la sensación, señor Lee, de que usted oculta algo.

Min Seok abrió la boca, pero la cerró, sin saber qué contestar. No estaba con ánimo para seguirle la corriente a nadie.

— ¿Tiene un cigarrillo?— preguntó, habiéndosele antojado uno.

El señor Zhang frunció el ceño.

— Fumar es una costumbre estúpida. El tabaco es un vicio que no vale la vida.

Min Seok sonrió, irónico.

— Y, sin embargo, a usted parece gustarle.

Por toda respuesta, el señor Zhang extrajo de bajo la manga del traje una cajita blanca, se puso un cigarrillo en la boca, y procedió a encenderlo.

Min Seok se abstuvo de decir algo.

No fue sino hasta un par de minutos, y varias caladas después, cuyo vapor se elevaba hasta perderse en el techo de la estación, que el señor Zhang contestó.

— Hace tiempo, señor Lee, que yo ya me he rendido.
— ¿Ya no guarda esperanza, señor Zhang?— le siguió la corriente Min Seok, resignándose.
— Un poeta dijo una vez, que la esperanza le pertenece a la vida, que es la vida misma defendiéndose. Prefiero pensar que, al menos para mí, ya no queda esperanza.

Min Seok se revolvió, algo incómodo.

— ¿Está enfermo?— se atrevió a preguntar.
— Oh, sí, estoy enfermo.
— Y supongo que es incurable— Min Seok no pudo evitar el tinte sarcástico en su voz.
— Sí, algo así— asintió el señor Zhang— Hace tiempo que decidí que es incurable.

Min Seok optó por no cuestionar aquella última frase, cualfuese el significado detrás de ella.

— ¿No va a decir nada?— insistió el señor Zhang— Es la primera vez que se lo digo a alguien, pensé que obtendría una reacción diferente.
— No digo nada— dijo Min Seok— porque no encuentro qué decir.
— ¿Siente lástima? ¿Compasión?
— Lástima, algo, tal vez. Compasión no. ¿No es compasión comprender el dolor del otro? No quisiera esa clase de dolor para mí mismo, gracias. Además— añadió— usted parece el menos dolido en todo esto.
— Buena respuesta— afirmó el señor Zhang— La gente suele sentir lástima de quienes van a morir temprano. Pero, ¿no es lo mismo que morir tarde, sólo que antes? Vivir longevo es sólo alargar el momento al final del camino.
— Quizás lo que da lástima es creer que alguien no pueda vivir lo suficiente.
— ¿Lo suficiente para qué?
— Qué sé yo, para las cosas que uno desea hacer.
— ¿Qué desea hacer usted, señor Lee?

Min Seok contuvo la respiración. Desde luego, la respuesta más sincera hubiesen sido su baja moral y poca ética hablando, pero no iba a decir eso.

— Viajar, creo. Conocer el mundo.
— Eso es muy cliché, si me permite.
— ¿Qué es lo que quiere hacer usted?
— Por ahora, hacer que se me vaya este dolor en la muñeca— dijo, apretándose la muñeca derecha— Y descubrir qué oculta usted, claro.

Min Seok rodó los ojos.

— ¿Qué usted no oculta cosas?
— Oh, sí. Varias.

Y no dijo nada más.

Un asistente del maquinista entró a la estación unos minutos después, anunciando la partida del tren. Ni Min Seok ni el señor Zhang dijeron nada, saliendo al andén, y caminando hacia el vagón de primera clase. Ninguno volvió a su camarote, sin embargo, y Min Seok, sin saber exactamente por qué, siguió al señor Zhang al vagón-comedor, tomando asiento en una de las mesas al lado de la ventana.

Fuera, se veían sólo, y a lo lejos, pequeños puntos de luz, de los postes cada cierto tramo del camino. Parte de eso, sólo la misma nieve, y el mismo cielo, oscuro, sin luna ni estrellas.

— ¿Puedo saber su nombre de pila? El verdadero— inquirió el señor Zhang, mirándolo fijamente.
Min Seok no contestó al momento, sino que pensó en la mejor respuesta para ello.
— Mi nombre... Lo he olvidado.
— ¿De veras? Eso sí que es triste— el señor Zhang giró el rostro hacia la ventana— Siempre pensé que, si quedaba solo en este mundo, querría al menos saber mi nombre. Aunque no hubiese nadie para llamarme. Y me lo repetiría siempre, para no olvidarlo, porque entonces se convertiría en un recuerdo, y el olvido ya está lleno de ellos.

Min Seok terminó por suspirar.

— Kim Min Seok.
— Zhang Yixing.
— ¿No tiene motivos para ocultarse?
— Eso me dice que usted sí.

Zhang Yixing elevó la vista hacia la ventana, y Min Seok creyó adivinar sus pensamientos.

— ¿Se pregunta cómo será el cielo?
— Me lo pregunto, porque lo más probable es que no llegue a verlo nunca.
— ¿Cree en Dios?
— Creo que hay algo allá arriba, que nos rige según lo que hagamos.
— ¿Y ha hecho usted cosas malas?
— Señor Lee... ¿Me permitirá que lo siga llamando así? Verá, he hecho un par de cosas que alguien con una moral alta no calificaría de buenas.
— Tiene usted suerte, entonces— contestó Min Seok— porque ni mi moral ni mi ética son algo qué desear.

Zhang Yixing sonrió, divertido.

— ¿Alguna vez ha cometido un crimen?— preguntó.
— ¿No hemos cometido casi todos una vez alguno?
— Me refiero a si ha cometido usted alguna vez un crimen por el que tuviese que ir a la cárcel.

Min Seok se encogió de hombros.

— Yo sí— contestó Zhang Yizing.

Metió una mano al bolsillo de su traje, y extrajo una hoja arrugada. Se la extendió a Min Seok, que la tomó con cuidado, y leyó.

— Llevarse una hoja del libro de registros de un hotel no es un crimen— dijo al fin— Es algo ilógico.
— Me llevé la hoja de registros porque entreoí una conversación en el desayuno, entre nuestro inspector de policía y nuestro sargento— explicó— Llegué al Hotel Demetria el jueves dieciséis, pero necesitaba una coartada para el día anterior, así que dije que había llegado el quince.
— ¿Por qué una coartada?
— Porque si a nuestro amigo inspector se le ocurría escarbar un poco, y a nuestro querido sargento se le ocurrían unas cuantas ideas, iban a echarme el guante por haber sacado, impecablemente, dos joyas de la Corona Rusa hace dos años, en Münich, y, de repente, por haber falsificado un cheque el miércoles quince, en Yugoslavia.

Min Seok abrió la boca, asombrado. Ese hombre confesaba sus crímenes con la mayor sangre fría. Claro que podía no ser verdad... pero a Min Seok le daba la sensación de que todo cuanto había salido de la boca de ese hombre era verdad.

— Su turno— anunció el señor Zhang.
— ¿Mi turno? No, no tengo nada qué decir.

Pero Min Seok supo, al advertir la mirada que le echaba el otro, que su voz misma lo había delatado, y exhaló un suspiro. Un segundo después, sin embargo, había recuperado la compostura.

— Podría contarle una historia. Una que podría tanto ser mía como de un amigo, o podría haberla leído en algún lado. Aunque también podría estarla inventando.
— Me gustan las historias— murmuró Zhang Yixing.

Min Seok sonrió. El señor Zhang tenía cara de gustarle las historias.

— Esta empieza así. Un hombre rico tenía en su casa alojados a varios huéspedes, todos hombres importantes. No se conocían entre sí, ni habíanse visto antes. Pero uno de ellos procuró informarse todo lo que pudo, de todos. Y, cuando uno de los invitados tuvo que ausentarse unos días, entró en acción. Registró la habitación de ese hombre, sabiendo que podía encontrar algo, como también que no. Pero sí que encontró, encontró dinero en la habitación del hombre cuyos fraudes nunca nadie había llegado a probar. Y se lo llevó todo, porque sabía que ese hombre no iba a poder decir nada a nadie, ni a la policía, ni al anfitrión. Y para cuando el hombre regresara, él iba ya a haber desaparecido.

Zhang Yixing frunció el ceño.

— Olvida agregar usted que ese hombre del que usted habla tenía ya experiencia— dijo.
— ¿Y eso cómo lo sabe usted?
— Vamos— Zhang Yixing sonrió, confiado— ¿Me va a decir que los rubíes de la señora Fedorova son lo primero que usted roba?

Min Seok se quedó helado.

— Señor Lee— continuó Zhang Yixing— lo observé a usted en el pasillo de mi piso, hace unas noches. En la habitación al lado de la mía dormía la señora Fedorova, que se rumorea trafica piedras en bruto. No hace falta mucho ingenio para descubrirlo.
— Eso no llegará a comprobarlo— repuso Min Seok, agarrando seguridad.
— No necesito hacerlo.

El señor Zhang era un diablo. Pero no, Min Seok sabía que no iba a delatarlo.

— ¿Fue por eso que registró mi habitación en el hotel?— cuestionó.

El señor Zhang le devolvió una mirada, mezcla de confusión y sorpresa.

— Me mandó usted a subir por las escaleras, diciendo que el ascensor no funcionaba a esa hora. Pero, señor Zhang, el ascensor funciona las veinticuatro horas desde el viernes por la tarde, se lo pregunté al recepcionista.
— Me equivoqué.
— No. Usted debió haber subido por el ascensor de empleados. Pero calculó más tiempo, porque yo no salí a dejar la carta al buzón. Y se descolgó desde mi ventana hasta la suya, he visto su equilibrio.

Zhang Yixing se encogió de hombros.

— Y, como buen chino— añadió Min Seok— prefiere la medicina naturista a la convencional. Su hombro dolido, y el enebro que usa para aliviarlo.

Zhand Yixing se quedó en silencio, unos segundos, pero terminó por asentir.

—Nada mal.


— ¿Irá todavía a Belgrado?— preguntó Zhang Yixing.

Habían pasado unos minutos, y ellos, del vagón-comedor al compartimiento del primero.
Min Seok meneó la cabeza.

— Me devuelvo inmediatamente a Londres.
— Supongo que lo del banco no es cierto, ¿o sí?
— Podría haberlo sido— bromeó Min Seok.
— Tal vez. Pero yo trabajé en el Barclays hasta hace unos años, y el hotel que emplean cuando envían a alguien a Sofia es el Royal Parks.

Min Seok bajó la cabeza, rendido. El señor Zhang era una caja de sorpresas.

— ¿Dónde bajará usted?— preguntó.
— No lo sé— Zhang Yixing se encogió de hombros— Donde me parezca que el paisaje es bonito.

Min Seok revolvió las manos dentro del saco, y, por enésima vez, sus dedos tocaron el jabón envuelto en papel sanitario. Con una idea repentina, lo sacó, dejándolo sobre la mesita, y lo desenvolvió con cuidado.

— ¿Qué es eso?
— Véalo usted mismo.

Zhang Yixing se acercó, observando con cuidado el jabón blanco, y, tomándolo, lo partió en dos. En una de las mitades, cubierto en parte por la pasta blanca y dura, eran visibles los destellos dorados de un anillo grueso.

— Un truco viejo— rió, limpiando la alhaja.

Min Seok asintió.

— Quédeselo.

Zhang Yixing sonrió.

— ¿Tan buen medio soy para deshacerme de la evidencia?

Min Seok asintió, divertido.

— ¿Sabe que ésta es la primera vez, en mucho tiempo, que paso la noche con alguien?— preguntó Zhang Yixing— En el estricto sentido de la palabra, eso sí. Esto será un pequeño recuerdo de ello.
— ¿No lo venderá usted?
— Para ser sincero, no suelo quedarme con cosas robadas, así sea yo el que las haya robado. Pero esto será, como dije, un pequeño recuerdo.


Min Seok se levantó de la cama unas horas después, decidiendo que Belgrado no tenía por qué ser cambiado. Se despidió del señor Zhang con un bajar de cabeza, y salió del compartimiento. Había sido... interesante, y bastante. Refrescante, podría decirse. No todos los días conocía a un ladrón como él.

Estaba frente a la puerta del vagón, esperando a que el tren se detuviese, cuando lo asaltó una idea. Creyendo casi saber la respuesta, se precipitó hacia el compartimiento del señor Zhang, abriendo la puerta casi antes del "Está abierto" desde adentro.

— Tengo una última pregunta— dijo Min Seok, curioso— Usted dijo que yo escondía algo, lo dijo desde el principio.
— ¿Eso hice?— inquirió el señor Zhang, ladeando la cabeza.
— ¿Por qué no sospechó que yo había robado los documentos de ese capitán francés?

Zhang Yixing tomó aire, y sus ojos sonrieron. Metiendo la mano debajo de las sábanas de la cama, extrajo con cuidado un sobre color marrón.

— Porque ésos los saqué yo.

Min Seok escondió una sonrisa.

— Adiós, señor Zhang.
— Adiós, señor Kim.


Min Seok salió al aire frío de la madrugada europea, y, tomando aire, elevó una mano al viento, despidiendo al tren que se iba.


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